PERDONAR, PEDIR PERDÓN
Experimentar el
perdón es algo que nos hace crecer, tanto cuando lo otorgamos como cuando lo
pedimos. Y en relación a este acto cabe hacer algunas apreciaciones.
A veces
equivocadamente se confunde perdonar con el “no pensar en…” en intentar olvidar
la ofensa y quien nos ofendió, pero basta que el recuerdo aflore para que nos
carguemos de malos pensamientos, de odio tal vez o venganza quizás. Entonces no
hemos perdonado aún. Perdonar no significa siquiera que expresemos esta idea a
la persona que nos ofendió. Es posible que no tengamos contacto con ella, es
posible que ni siquiera quiera vernos… perdonar significa que nuestra actitud
para con ella será la que se tiene con una persona a la que se aprecia, por la
que nos interesamos sinceramente. De hecho el perdón puede ser concedido sin
decir una palabra, pues puede bastar una simple sonrisa para demostrar que en
nuestro interior no se guarda ningún rencor. Eso basta.
Sin embargo pedir
perdón es en primer lugar una intención del alma, pero eso sólo no nos
bastará. No sirve simplemente con un arrepentimiento interior, una
intención que reconoce un error cometido. Es necesario actuar, es necesario
acercarnos a la persona a la que ofendimos y expresar nuestro arrepentimiento y
nuestra humilde solicitud de perdón. Sin este esfuerzo no creceremos
interiormente puesto que este paso exige muchas cosas de nosotros mismos pero
es también y sobre todo una gran expansión de nuestra capacidad de amar, de
entender al prójimo. En este caso no basta un simple deseo porque en gran
medida el daño causado podrá verse mitigado por nuestra solicitud y además
facilitamos al ofendido la posibilidad de crecer también él en amor al
brindarnos el perdón.
Pero tanto en un caso como
en otro sucederá que los beneficios de perdonar o pedir perdón ocurrirán en
nosotros independientemente de que el ofensor o el ofendido acepten nuestro
perdón o nos perdonen porque nuestra alma se mueve en la dirección correcta si
todo se hace con recta intención y es que, esta consideración da pie a un
interesante descubrimiento: cuando nos movemos en el ámbito espiritual,
siempre, siempre, siempre, la pelota está en nuestro tejado. Esto es,
independientemente de quien tenga razón, de lo que haya sucedido, de cómo me
sienta, el que yo pueda alcanzar la paz interior dependerá de los actos o las
intenciones hacia las que se encamine mi alma, mis pensamientos. Si me han
ofendido no hace falta que me pidan perdón para yo perdonar sinceramente. Si he
ofendido, no hace falta que me perdonen para yo pedir perdón sinceramente. Y
cuando actuamos con esa sincera intención siempre alcanzaremos la paz.
A veces las
situaciones se enredan y a menudo, por nuestra compleja naturaleza, una
situación se complica y es imposible desenredarla sin un doble esfuerzo. Un
ejemplo habitual es una discusión de pareja en la que ambos acaban
extralimitándose en sus palabras. Llega un momento en que el cruce de ofensas
se ha producido y tendremos que perdonar a la vez que pedir perdón a la misma
persona. Es importante descubrir que no es un simple intercambio de perdones, “Yo
te perdono si tú me perdonas”, sino que se trata de una actitud independiente
de lo que haga el otro. Crecer en amor, superar este obstáculo o este peldaño
de nuestro castillo interior, supone aprender a perdonar y a pedir perdón con
todo el corazón, sin reservas.
De nada sirve un
arrepentimiento interior y un ánimo de mejora si cuando admitimos un error, una
ofensa producida, no expresamos nuestro deseo de perdón a la persona ofendida.
Es muy lógico porque si no lo hiciéramos no estaríamos intentando al menos,
reparar el mal. De la misma manera que todos sabemos que una víctima sufre aún
más si ve que su verdugo no muestra la más mínima señal de arrepentimiento
sucede que una señal de arrepentimiento libra a la víctima de parte del dolor
siempre que consiga perdonar. Esta acción, el expresar el arrepentimiento,
tiene una notable repercusión pues en cierto sentido entiendo que escenifica lo
que es el sacramento de la confesión, que no es sino la escenificación de las
intenciones del alma, arrepentimiento y ánimo de enmienda, expresadas
verbalmente de forma que formalizan tanto esa solicitud de perdón como el
perdón mismo concedido por el sacerdote cuando absuelve. La confesión es el
medio mostrado por Jesús para lograr el perdón de Dios, instituido cuando dijo:
«Reciban al Espíritu Santo. Si
ustedes perdonan los pecados de alguien, Dios también se los perdonará. Y si no
se los perdonan, Dios tampoco se los perdonará.»
Juan 20:22-23 (Traducción
en lenguaje actual)
Por tanto, perdonar
requiere, primero, arrojar luz en los oscuros rincones de nuestra conducta y
descubrir la sutileza del pecado que «mora en mí»: el egoísmo en nuestras
motivaciones, la soberbia, el orgullo, el laberinto de nuestras pasiones,
nuestro potencial violento, la vanidad y una lista larga de «obras de la carne»
se ponen al descubierto cuando nos miramos en el espejo de la Palabra de Dios.
Los seres humanos tenemos la vista muy fina para ver la «paja» del ojo ajeno,
pero sufrimos miopía a la hora de descubrir nuestras faltas.
La incapacidad para
reconocer el pecado propio es un gran obstáculo para perdonar porque lleva a la soberbia. Y una persona soberbia
trata a los demás con tanta severidad como es indulgente consigo misma. Este
fue el problema de Simón en particular y de los fariseos en general. Por ello
Jesús, en otra ocasión tuvo que avergonzarles con aquel reto:
«El que de vosotros esté
sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» Juan 8:7 (Reina-Valera 1960)
Por el contrario,
reconocer nuestras faltas nos pone en una situación de humildad, nos hace
sentir «pobres» delante de Dios y nos lleva a exclamar la petición del
Padrenuestro «perdónanos nuestras deudas (ofensas) como nosotros perdonamos a
nuestros deudores (ofensores)». (Mateo. 6:12)
Simón tenía dificultades
para aceptar y amar a la mujer pecadora no sólo por su orgullo, sino también
porque él mismo no había experimentado el perdón: «aquel a quien se le perdona
poco, poco ama» le dijo Jesús (Lucas. 7:47). En la medida en que yo me siento deudor de Dios
-conciencia de pecado- y perdonado por él, seré capaz de perdonar al prójimo.
Es cierto que el
perdón no es patrimonio exclusivo de los cristianos; pero el creyente es quien está
en mejores condiciones para perdonar porque él mismo lo ha experimentado.
Suplicar el perdón de Cristo y recibirlo nos obliga moralmente a perdonar:
«Si el Señor me ha
perdonado tanto a mí, ¿cómo no voy a perdonar yo tan poco a mi prójimo?»
Este efecto
motivador del perdón divino actúa también por la vía del ejemplo, no sólo de la
obligación moral:
«Sean tolerantes los unos
con los otros, y si alguien tiene alguna queja contra otro, perdónense, así
como el Señor los ha perdonado a ustedes»
Colosenses 3:13
(Traducción en lenguaje actual)
¡Qué
gran privilegio y qué gran reto!
Para cumplirlo contamos con el poder de su gracia.
Para cumplirlo contamos con el poder de su gracia.
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