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jueves, 13 de febrero de 2014

PERDONAR, PEDIR PERDÓN

PERDONAR, PEDIR PERDÓN

Experimentar el perdón es algo que nos hace crecer, tanto cuando lo otorgamos como cuando lo pedimos. Y en relación a este acto cabe hacer algunas apreciaciones.

A veces equivocadamente se confunde perdonar con el “no pensar en…” en intentar olvidar la ofensa y quien nos ofendió, pero basta que el recuerdo aflore para que nos carguemos de malos pensamientos, de odio tal vez o venganza quizás. Entonces no hemos perdonado aún. Perdonar no significa siquiera que expresemos esta idea a la persona que nos ofendió. Es posible que no tengamos contacto con ella, es posible que ni siquiera quiera vernos… perdonar significa que nuestra actitud para con ella será la que se tiene con una persona a la que se aprecia, por la que nos interesamos sinceramente. De hecho el perdón puede ser concedido sin decir una palabra, pues puede bastar una simple sonrisa para demostrar que en nuestro interior no se guarda ningún rencor. Eso basta.

Sin embargo pedir perdón es en primer lugar una intención del alma, pero eso sólo  no nos bastará. No sirve  simplemente con un arrepentimiento interior, una intención que reconoce un error cometido. Es necesario actuar, es necesario acercarnos a la persona a la que ofendimos y expresar nuestro arrepentimiento y nuestra humilde solicitud de perdón. Sin este esfuerzo no creceremos interiormente puesto que este paso exige muchas cosas de nosotros mismos pero es también y sobre todo una gran expansión de nuestra capacidad de amar, de entender al prójimo. En este caso no basta un simple deseo porque en gran medida el daño causado podrá verse mitigado por nuestra solicitud y además facilitamos al ofendido la posibilidad de crecer también él en amor al brindarnos el perdón.

Pero tanto en un caso como en otro sucederá que los beneficios de perdonar o pedir perdón ocurrirán en nosotros independientemente de que el ofensor o el ofendido acepten nuestro perdón o nos perdonen porque nuestra alma se mueve en la dirección correcta si todo se hace con recta intención y es que, esta consideración da pie a un interesante descubrimiento: cuando nos movemos en el ámbito espiritual, siempre, siempre, siempre, la pelota está en nuestro tejado. Esto es, independientemente de quien tenga razón, de lo que haya sucedido, de cómo me sienta, el que yo pueda alcanzar la paz interior dependerá de los actos o las intenciones hacia las que se encamine mi alma, mis pensamientos. Si me han ofendido no hace falta que me pidan perdón para yo perdonar sinceramente. Si he ofendido, no hace falta que me perdonen para yo pedir perdón sinceramente. Y cuando actuamos con esa sincera intención siempre alcanzaremos la paz.

A veces las situaciones se enredan y a menudo, por nuestra compleja naturaleza, una situación se complica y es imposible desenredarla sin un doble esfuerzo. Un ejemplo habitual es una discusión de pareja en la que ambos acaban extralimitándose en sus palabras. Llega un momento en que el cruce de ofensas se ha producido y tendremos que perdonar a la vez que pedir perdón a la misma persona. Es importante descubrir que no es un simple intercambio de perdones, “Yo te perdono si tú me perdonas”, sino que se trata de una actitud independiente de lo que haga el otro. Crecer en amor, superar este obstáculo o este peldaño de nuestro castillo interior, supone aprender a perdonar y a pedir perdón con todo el corazón, sin reservas.

De nada sirve un arrepentimiento interior y un ánimo de mejora si cuando admitimos un error, una ofensa producida, no expresamos nuestro deseo de perdón a la persona ofendida. Es muy lógico porque si no lo hiciéramos no estaríamos intentando al menos, reparar el mal. De la misma manera que todos sabemos que una víctima sufre aún más si ve que su verdugo no muestra la más mínima señal de arrepentimiento sucede que una señal de arrepentimiento libra a la víctima de parte del dolor siempre que consiga perdonar. Esta acción, el expresar el arrepentimiento, tiene una notable repercusión pues en cierto sentido entiendo que escenifica lo que es el sacramento de la confesión, que no es sino la escenificación de las intenciones del alma, arrepentimiento y ánimo de enmienda, expresadas verbalmente de forma que formalizan tanto esa solicitud de perdón como el perdón mismo concedido por el sacerdote cuando absuelve. La confesión es el medio mostrado por Jesús para lograr el perdón de Dios, instituido cuando dijo:

«Reciban al Espíritu Santo.  Si ustedes perdonan los pecados de alguien, Dios también se los perdonará. Y si no se los perdonan, Dios tampoco se los perdonará.»
Juan 20:22-23 (Traducción en lenguaje actual)


Por tanto, perdonar requiere, primero, arrojar luz en los oscuros rincones de nuestra conducta y descubrir la sutileza del pecado que «mora en mí»: el egoísmo en nuestras motivaciones, la soberbia, el orgullo, el laberinto de nuestras pasiones, nuestro potencial violento, la vanidad y una lista larga de «obras de la carne» se ponen al descubierto cuando nos miramos en el espejo de la Palabra de Dios. Los seres humanos tenemos la vista muy fina para ver la «paja» del ojo ajeno, pero sufrimos miopía a la hora de descubrir nuestras faltas.

La incapacidad para reconocer el pecado propio es un gran obstáculo para perdonar porque lleva a la soberbia. Y una persona soberbia trata a los demás con tanta severidad como es indulgente consigo misma. Este fue el problema de Simón en particular y de los fariseos en general. Por ello Jesús, en otra ocasión tuvo que avergonzarles con aquel reto:

«El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella»  Juan 8:7 (Reina-Valera 1960)

Por el contrario, reconocer nuestras faltas nos pone en una situación de humildad, nos hace sentir «pobres» delante de Dios y nos lleva a exclamar la petición del Padrenuestro «perdónanos nuestras deudas (ofensas) como nosotros perdonamos a nuestros deudores (ofensores)». (Mateo. 6:12)

Simón tenía dificultades para aceptar y amar a la mujer pecadora no sólo por su orgullo, sino también porque él mismo no había experimentado el perdón: «aquel a quien se le perdona poco, poco ama» le dijo Jesús (Lucas. 7:47). En la medida en que yo me siento deudor de Dios -conciencia de pecado- y perdonado por él, seré capaz de perdonar al prójimo.

Es cierto que el perdón no es patrimonio exclusivo de los cristianos; pero el creyente es quien está en mejores condiciones para perdonar porque él mismo lo ha experimentado. Suplicar el perdón de Cristo y recibirlo nos obliga moralmente a perdonar:

«Si el Señor me ha perdonado tanto a mí, ¿cómo no voy a perdonar yo tan poco a mi prójimo?»

Este efecto motivador del perdón divino actúa también por la vía del ejemplo, no sólo de la obligación moral:

«Sean tolerantes los unos con los otros, y si alguien tiene alguna queja contra otro, perdónense, así como el Señor los ha perdonado a ustedes»
Colosenses 3:13 (Traducción en lenguaje actual)



¡Qué gran privilegio y qué gran reto!
Para cumplirlo contamos con el poder de su gracia.

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